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Una Historia de Canónigos

A LA GENTE le gusta inventar cosas. Por eso no hay que creer todo lo que uno oye decir. Buen chasco se llevaría quien siempre anduviera muy fiado de todo lo que escucha a la vuelta de cualquier esquina…

Por ejemplo, aseguran que una vez andaba el diablo echan­do viajes. Que me llevo a éste; no mejor voy a cargar de una vez con aquel otro. Así andaba el diablo muy atareado en su trabajo cuando se va encontrando… pues nada, dicen que el diablo se quedó dudando un instante y luego… algo es algo, dijo el diablo, y se llevó a un canónigo.

El chiste debió ser inventado por alguna gente que no las llevaba muy bien con los señores canónigos y quiso vengarse de mala manera, haciendo pensar que el mismísimo demonio tenía en poco aprecio y le parecía cosa de peor es nada, echar­se a la espalda a un digno personaje de éstos.

Quien sabe si la historia de marras haya venido en algu­na ocasión en que por éstas o las otras, se dijo, se murmuró, se trajo en malas lenguas el proceder de algún señor capitular.

Porque en los años que lleva el mundo de dar vueltas, no ha faltado sin duda motivo de queja o de desdoro en agravio de algún venerable equis de ropajes morados. Nosotros encon­tramos, por cierto, en los anales de aquella vieja Nueva España una historia muy curiosa en que dos de estos respetables seño­res dieron mucho qué hacer a las autoridades civiles y eclesiásticas, alborotando escandalosamente la quietud en que vivía aquella buena gente.

Al refrescar y adornar a nuestra manera aquel hecho, nos mueve un simple afán festivo por cuanto la historia tiene sus ribetes de comicidad y gracejo. Nunca el espíritu de crítica ha­cia ese grado honorífico de la estructura eclesiástica merecedor por otra parte de toda nuestra reverencia y reconocimiento.

Andamos por el año de mil seiscientos noventa y dos. La Nueva Galicia vive su vida que queremos imaginar, tranquila y placentera. La primavera y el verano; rosas en los jardines, pájaros en la arboleda que baja junto al río. Al río bajan tam­bién las mujeres a lavar; lavan y tienden la ropa en los jarales que enverdecen alegremente la ribera.

Murmura el río con voces de agua entre las piedras; tam­bién las mujeres tienen mucho qué contarse: historias, comen­tarios, acontecimientos simples que vienen a turbar el quieto vivir de aquellos años.

Y un día la historia que conmueve los ánimos de aquella gente:

Que el señor don Gerónimo de Soria leerá de oposición pa­ra alcanzar la Canongía Doctoral de esta Santa Iglesia.

Que no, que él no alcanzará jamás ese grado, que él no cuenta con todas las simpatías del vecindario, que se le opon­drá resueltamente don Francisco Sarmiento y lo vencerá sin duda por la fuerza teológica de su saber …

Que don Francisco Sarmiento no, él no es sino un pobre mercachifles, a toda ley don Gerónimo de Soria

Este sí y no aquel. Que no, que sí; los méritos del primero y sus valimientos.           El segundo tiene una personalidad que  subyuga decididamente.

Y empieza el forcejeo. Los dos ilustres candidatos tienen cada cual sus partidarios y no pierden ocasión ni coyuntura para atizar el fuego de la discusión. Los ánimos se encienden, las pasiones empiezan a arder, los dos bandos van orillándose al nivel de la violencia.

Los de una parte han empezado a organizar una manifesta­ción tumultuosa para vitorear públicamente al suyo; los parti­darios de aquél no van a cruzarse de brazos y ya dan trazas de un contragolpe más ruidoso, para hacer resonar su nom­bre en las calles de la agitada ciudad.

Hay un documento en el Archivo del Supremo Tribunal de Justicia que da pelos y señales del encuentro escandaloso de los dos bandos ..

«En la ciudad de Guadalajara, a quince días del mes de junio de mil seiscientos y noventa y dos años, el señor doctor don Tomás Pizarro Cortés, del Consejo de su Majestad, su Oidor más antiguo y Alcalde del Crimen de la Real Audiencia de este Reino, dijo: que por cuanto ha llegado a su noticia que anoche como entre diez y once de ella, habiendo salido algunas per­sonas a vitorear a don Gerónimo de Soria por haber leído de oposición a la Canongía Doctoral de esta Santa Iglesia; en odio de dicho víctor, de hecho y caso pensado, estaba prevenida una cuadrilla de distintos sujetos para embarazar dicho víctor, la cual salió por las calles de esta ciudad con tambores y chi­rimías, haciendo con violencia que todo los que encontraban vito­ríasen a don Francisco Sarmiento, uno de los opositores a dicha Canongía y habiendo visto y oído vitorear a dicho Don Geró­nimo, embistieron con los que lo vitoreaban con chuzos y pie­dras, para que no lo hiciesen, resultando de lo dicho muchos he­ridos, con lo cual teniendo noticia de ello el señor doctor don Joseph Osorio Espinoza de los Monteros, de dicho Consejo y Oidor de esta dicha Real Audiencia, salió a atajar el tumulto que habían ocasionado los que victoreaban a dicho don Fran­cisco, y apellidando la voz del Rey y pretendiendo hacerlo; del nombre de Su Majestad, pasaron a tirarle una pedrada, entre las muchas que le tiraron, que le dieron en la boca y le derri­baron en el suelo, de que al presente se halla muy lastimado, todo lo cual pasó en la Plaza Pública de esta ciudad y junto al Palacio Real … »

La historia es larga y enredada. No había manera de contener aquellos exaltados ánimos, antes, cuando los repre­sentantes de la autoridad trataban de contener aquella turba enardecida, parecía que más se desbocaba la violencia y era más ruda y salvaje la lucha entre los bandos.

Total, un buen número de heridos y entre ellos, de grave­dad, a más del señor Oídor de rimbombantes apellidos, don Joseph Osorio Espinosa de los Monteros, a más de él, decimos, quedó tirado en el campo de la lucha y mal herido de una pier­na, el mismísimo Fiscal de la Real Audiencia.

Los señores Canónigos causantes e instígadores de esta lu­cha campal, no aparecieron por cierto en todo el bregar de sus partidarios, pero sí, desde un principio pensaron las auto­ridades que a ellos se les podría responsabilizar del incidente.

Se abrió un largo proceso que en el documento donde se consigna el lamentable incidente ocupa varias «fojas al frente» y «vuelta» con detalles y declaraciones de los testigos, que hoy no pueden leerse sino con verdadero placer, por la sencillez y candor de los naturales que por angas o por mangas se vieron inmiscuidos en el borlote.

Una tras de otra son consignadas las declaraciones de aqué­llos a quienes se señaló o sospechó culpables, y todos van re­latando y poniendo sus matices personales, dando luces, am­pliando detalles, enredando la madeja con nuevos nombres de éste o de aquel vecino que participó en el lance…

«Lorenzo de Estrada, indio natural del pueblo de Analco, Regidor de él y ladino en lengua castellana… dijo: que por lo que toca a lo contenido en la cabeza del proceso no sabe más que haber tenido noticia cómo los indios del pueblo de San Gaspar, Zalatitán y Tonalá, habían salido la noche del tumulto tocando las chirimías y trompetas en el víctor que dicha noche anduvo por el lugar; y en especial se acuerda que fue uno de ellos Juan Bernabé, indio trompetero, natural del pue­blo de Zalatitán… »

El trabajo es tener la punta del hilo, de allí se irá sacando el’ santo y seña, nombre y figura de todos los responsables has­ta llegar a la comprobación categórica de la responsabilidad que resultaría en cargo de los señores canónigos, o apenas, si se quiere, candidatos a canónigos.

Independientemente de los relatos que tienen su sabor de­licioso, por los sustos y tartamudeos que se advierten en las de­claraciones de los indios, hay aspectos de lenguaje, modismos, nombres personales, apodos, que bien merecían un análisis de­tenido.

Al paso de la lectura simple, encontramos una serie de re­ferencias a algunos señores de aquel tiempo, con sobrenom­bres, con denominaciones que dejan sentir el estilo lleno de Pin­torescas familiaridades con que se trataban aquellos primeros habitantes de esta Galicia.

Se habla de «una mujer que vive junto a la carnicería» y a quien todos conocen con el nombre de «la Zapoteca». Se acu­sa a «un hijo de doña Clara que llaman la Bonal». Complicado seriamente en el asunto, aparece también «un estudiante que vive en casa de doña Josepha la Bútaga». Muy grave es, por fin la culpa que se echa a «el hijo de la Berbena».

Y como en el caso se trataba realmente de un encuentro de palabras, pues los de una parte como los de la otra ha­bían salido a victoriar a quien consideraban más idóneo para el puesto de Canónigo Doctoral, en el proceso no pudieron me­nos que relucir las ofensas más graves, los denuetos más in­sultantes, la relación precisa de las horribles palabras de in­juria que desencadenaron luego la sangrienta pedriza …

Las palabras que estremecieron los oídos de aquella buena gente y encendieron los ánimos a la lucha desesperada e irrefrenable, no fueron otras que las de «cornudos», «pícaros», «conguilleros». Con esto sólo y ya palidecían de rabia aquellos hombres.

En tanto que algún día, acaso, podamos ofrecer un estudio sobre las formas del lenguaje picaresco en los días de la Colonia, tendremos que decir que el lance terminó con cárcel y em­bargo de bienes de todos los que participaron en la escandalosa reyerta.

No se dice en este proceso que paleografió don Luis Páez B., y editó la Universidad Nacional Autónoma de México, nada acerca de alguna sanción para los canónigos alborotadores, por más que aluda a dichos eclesiásticos que pusieron “a peli­gro manifiesto de tumultarse y perderse la ciudad, como en efecto hubiera sucedido si esta Real Audiencia no hubiera dado la providencia que consta en dichos autos».

Acaso en el ánimo de los penados quedó un oculto resen­timiento y un ánimo de vengarse de lo que tuvieron que pade­cer. Acaso desde allí mismo venga la historia del diablo entre­gado afanosamente a la tarea de acarrear gente a sus domi­nios. Un viaje tras de otro, y el resuello alterado de cansancio, y la frente diabólica brillante de sudor.

Dicen que así andaba el diablo, cuando se va encontran­do… Pues nada que el demonio se puso a dudar por un ins­tante y luego…. algo es algo, dijo el diablo, y se llevó a un canónigo.

Un comentario

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